El hambre desencadena en el cerebro la acción de la dopamina, mientras que el deseo por la comida apetitosa activa el sistema opioide endógeno; ambos participan en la generación del placer
Dado que la obesidad constituye un grave problema de salud pública que afecta a millones de personas en todo el mundo, resulta esencial dilucidar por qué el deseo de ingerir alimentos altos en calorías no desaparece; aun cuando el organismo ya no necesita más nutrientes.
La idea de la adicción a la comida es un tema muy controvertido entre los científicos, por lo que investigadores de la Universidad de Aarhus han profundizado en este tema y examinado lo que sucede en el cerebro de los cerdos cuando beben agua azucarada.
La conclusión es clara: el azúcar influye en los circuitos de recompensa cerebral de manera similar a los observados cuando se consumen drogas adictivas.
«No hay duda de que el azúcar tiene varios efectos fisiológicos, y hay muchas razones por las que no es saludable. Pero he estado en duda sobre los efectos que el azúcar tiene en nuestro cerebro y comportamiento, esperaba poder deshacerme de un mito«, dice Michael Winterdahl, profesor asociado del Departamento de Medicina Clínica de la Universidad de Aarhus, Dinamarca y uno de los principales autores de este trabajo.
El estudio, publicado en Scientific Reports, fue realizado en siete cerdos que recibieron dos litros de agua azucarada diariamente durante un período de 12 días. Para mapear las consecuencias del consumo de azúcar, los investigadores tomaron imágenes de los cerebros de los animales al comienzo del experimento, después del primer día y después del duodécimo día de la administración del dulce.
El hambre desencadena en el cerebro la acción del neurotransmisor dopamina, mientras que el deseo por la comida apetitosa activa el sistema opioide endógeno. Ambos participan en la generación del placer.
Por consiguiente el equipo, de la Universidad de Aarhus, junto con investigadores de la Universidad de Copenhague, el Hospital Universitario de Odense y la Universidad McGill de Montreal, postularon que la sacarosa, o azúcar de mesa, modificaría dicho circuito de recompensa.
«Después de solo 12 días de ingesta de azúcar, pudimos ver cambios importantes en los sistemas de dopamina y opioides del cerebro. De hecho, el sistema opioide, que es esa parte de la química del cerebro que está asociada con el bienestar y el placer, fue activada después de la primera ingesta«, dice Winterdahl.
Cuando experimentamos algo significativo, el cerebro nos recompensa con una sensación de disfrute, felicidad y bienestar. Puede suceder como resultado de estímulos naturales, como el sexo o la socialización, o al aprender algo nuevo.
Los estímulos ‘naturales y artificiales’, como las drogas, activan el sistema de recompensa del cerebro, donde se liberan neurotransmisores como la dopamina y los opioides, explica Winterdahl.
«Si el azúcar puede cambiar el sistema de recompensa del cerebro después de solo doce días, como vimos en el caso de los cerdos, se puede imaginar que los estímulos naturales como el aprendizaje o la interacción social son pasados a un segundo plano y reemplazados por el azúcar u otros estímulos artificiales. Todos estamos buscando el impulso de la dopamina, y si algo nos da un estímulo mejor o más grande, entonces eso es lo que elegimos«, explica el investigador.
Al término del experimento, las imágenes cerebrales, obtenidas mediante tomografía por emisión de positrones, mostraron un marcado declive de los receptores dopaminérgicos y opioides. De forma interesante, dichos cambios empezaron tan solo 24 horas después de la primera exposición al azúcar.
La reducción de los receptores dopaminérgicos y opioides implica que el sujeto deberá ingerir mayor cantidad de la sustancia que desencadena la respuesta de placer para poder alcanzar el mismo nivel de satisfacción experimentado tras la primera toma.
Para los autores, los resultados del estudio sugieren que la sacarosa actúa como una suerte de droga de abuso, pues afecta a los mecanismos de recompensa cerebral de modo parecido.
Así pues, Landau y sus colaboradores concluyen que la ingesta compulsiva de alimentos ricos en azúcares puede generar una adición que favorecería el desarrollo de problemas de salud, como la obesidad.
De esta manera, comprender esta dependencia permitirá el desarrollo de estrategias para combatir la epidemia del siglo XXI.